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EL SEGUNDO DESCALABRO

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Humberto Vela Rodríguez

Humberto Vela Rodríguez

Miembro Ordinario de la Sociedad Espeleológica de Cuba

Cinco días después partimos de nuevo hacia Punta Judas, ahora sin los ciclos. Abordamos temprano un ómnibus hacia Mayajigua y después otro hasta Las Noventa, una moderna comunidad de campesinos a la cual llegamos después de recorrer polvorientos caminos cañeros. Desde allí, Judas se percibía como una larga loma de muy poca altura al final de un terraplén recto y extenso. 

Un campesino del lugar nos dio detalles sobre la ubicación de Cueva Grande y de otra cercana a ella con agua en su interior y preguntó: “¿Tienen autorización para visitar la zona?”, agregando, “Si no es así tendrán problemas”. 

No le creí, Punta Judas aparece en el Atlas Nacional como un lugar de interés espeleológico donde se asienta un pequeño caserío. Se trataba, por lo tanto, de un lugar que no era una reserva natural ni una zona militar. 

Nos echamos al hombro las mochilas y emprendimos la caminata de cinco kilómetros. Mis hijos aún eran niños –once y doce años– y sus mochilas pesaban en correspondencia con la edad, de modo que la mayor parte de la carga pendía de mis hombros. El sol no podía estar más alto, era la peor hora. Para colmo, olvidamos llenar de agua el recipiente plástico en el batey y la del canal, que corría paralelo al camino, estaba sucia y tenía mal sabor, por lo que la sed vino a sumarse al calor y a la fatiga. 

Pensé en mi mujer que pasaba sus vacaciones lejos, en su pueblo natal, y el recuerdo fue muy grato; deseé de pronto, con ardor, que estuviera allí caminando sudorosa a mi lado como aquella vez cuando fuimos al Santuario de El Cobre y su hermoso rostro moreno se hacia más hermoso con las hilachas del cabello que se pegaban a la frente y a las mejillas, mientras apretaba fuerte su mano a la mía y reía mostrando sus dientes blanquísimos. Después consideré que lo hermoso en verdad, consistía en su ausencia. El pensamiento había llegado espontáneo y lo recreé largo rato, sintiendo que mitigaba el cansancio. Había llegado, sin dudas, inducido por ese sol de julio candente y prometedor, y por esa brisa del este que venía del océano inmenso, y por ese camino solitario y bordeado de prados.

Descansábamos a intervalos cada vez más cortos. Las cuatro lomas que componen el sistema fueron poco a poco definiéndose, separándose unas de otras, mostrando sus alturas relativas. El caserío ya no existía. La primera y más pequeña de las lomas apareció a la derecha del camino cuando éste torció hacia la izquierda. En la curva había un elevado molino de viento y un pozo de amplio brocal junto al cual se alzaba un tanque de concreto destinado a almacenar el agua para el ganado. Allí calmamos la sed y llenamos el recipiente. 

Continuamos por el terraplén tras la mencionada curva. Enseguida, vimos otro camino que entroncaba y por el cual subimos la suave cuesta de la loma hasta llegar a la entrada de la cueva. Le antecedían varias construcciones de ladrillos utilizadas durante la extracción del guano de murciélago años atrás.
Entramos. Un frescor agradable, semejante a cuando se penetra a un local climatizado, nos invadió. Evidentemente, los vehículos habían circulado por su interior, pues aún se observaban las huellas de los neumáticos en el piso. Exploramos someramente las áreas cercanas al amplio boquete de la entrada: eran galerías y salones grandes con puntales muy altos. 

Después, salimos para echar un vistazo a la otra cueva con agua que nos indicara el campesino. Era vertical. Para mayor seguridad utilizamos la escala. Efectivamente, un pequeño lago freático yacía en el fondo y una delgada capa de calcita polvoreaba su superficie. Tras agitarla con las manos se descubrieron las cristalinas aguas. Bebimos: estaba fría, como sacada de un refrigerador. 

Anocheciendo, retornamos a Cueva Grande e instalamos el campamento cerca de la entrada. El sitio escogido para pernoctar era el peor de la cueva: todo el piso se hallaba cubierto de rocas y como estaba tan cerca de la entrada molestaban los mosquitos. Ignorábamos las idílicas dolinas del fondo, ideales para campamento, descubiertas mucho después. 

Tampoco en este viaje, la buena suerte nos acompañó. Tras encender el farol y disponerlo todo para la comida, oímos el ruido producido por un tractor que se acercaba y que se detuvo finalmente en la entrada de la cueva. De él bajaron dos hombres vestidos de miliciano y armados con pistolas. El más viejo me dijo que estaba detenido. 

Embalamos nuevamente el equipo y nos acomodamos en la reducida máquina que no portaba trailer alguno. Llegamos a Las Noventa siendo ya noche cerrada. En la casa de la autoridad principal se amontonaban los curiosos. 

Más tarde, nos trasladaron hasta el antiguo central Nela –hoy Aracelio Iglesias– y nos confinaron en la caseta de la báscula donde el hombre, afanoso, trataba de comunicarse por teléfono con varias instituciones. 

Pasado un buen rato, llegó un jeep con un oficial y un soldado guardafronteras. El primero me interrogó largamente hasta que pareció creerme. Finalmente, ya medianoche, nos montaron en el jeep y nos trasladaron hasta la terminal de ómnibus de Yaguajay para facilitarnos así el regreso a Caibarién. 

Adiós, por el momento, anhelada Punta Judas.

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