(Extraído del capítulo Mis compinches de cuevas.)
Humberto Vela Rodríguez
348@vcl.insmet.cu
Miembro del GE “Cayo-Barién”
Miembro Ordinario de la SEC
La madrugada era muy fría. A nuestro encuentro se levantaban resplandecientes Venus y Júpiter. Martín conducía la conversación y cuando caía se adelantaba en su bicicleta mientras yo continuaba con mi lento pedaleo que lo obligaba a aflojar o esperar si se alejaba demasiado. Al amanecer, fajones de neblina se alargaron tendidos sobre la fría campiña y el maestro disertó sobre el fenómeno. Nuestro destino era Cueva La Chucha para continuar juntos el estudio de esta caverna.
Lo conocí una noche de 1984 en una reunión del grupo. Acababa de regresar de una Escuela al Campo. Con una mirada que paseó por todos, como reprimiendo a los alumnos dijo: “En este verano escalaremos el Turquino”. Y lo escalamos.
Martín es diabético. Si hay muchas personas, como suele ocurrir en expediciones y eventos, saca la insulina por la mañana temprano y se pincha en el vientre. Mira en derredor calibrando el efecto en espera de la inevitable pregunta que dará inicio a la conferencia sobre su enfermedad. Estando en campaña puede ocurrir que empiece a perder color y a sudar copiosamente. Se trata de una hipoglicemia. Entonces extrae una bolsita conteniendo azúcar y se echa un puñado en la boca. Puede suceder que tras esto alguien pregunte sobre el suceso y se desate una nueva disertación. Es, posiblemente, el único diabético del mundo que celebra jocosamente los aniversarios de su enfermedad.
Martín es licenciado en Geografía. En una ocasión se alejó del magisterio cuando fue a dirigir un museo, pero volvió más tarde. Después cambió a meteorólogo, pero como inevitablemente siempre vivirá el maestro en su corazón ahora combina ambas profesiones. Llegué a verlo inmutable entre una veintena de escolares en trajines de cuevas y yo al borde de la locura.
Es fundador del Grupo Espeleológico “Cayo- Barién” y actual presidente. Tras su quehacer científico en campaña suele ocupar un cargo más modesto, la cocina, la cual asume con simulado fastidio. Ha inventado un plato denominado “sopón espeleológico” que según él lo admite todo. En su mochila siempre doblemente pesada asoma el cabo de una olla de presión.
En su casa, aunque no lo es parece el hijo menor. Tiene el mejor cuarto donde se observa una cama, un escaparate, un buró incondicionalmente situado, estantes con muchos libros, tarecos de espeleología, un afiche con una endiablada trigueña y muchos objetos más, recelosamente vistos por su familia pero respetados. Si algo falta enarbola una mirada y todos acuden a explicar.
Frecuentemente lo visito. A veces ocurre que su madre al verme llegar pregunta: “¿A quién buscas, a Martincito? Míralo ahí, más muerto que vivo”. Son épocas etílicas.
Martín es alto, de buen porte, alegre, sociable y muy puntual y responsable. Ama la ciencia, la naturaleza y la vida con honradez. Le he conocido algunas mujeres, pero tras desecharlas han terminado resignadamente embarazadas de otros. “Minan mi libertad”, me ha dicho.
Hemos estado juntos en muchos lugares de nuestra querida Cuba: en la montaña más alta, en la mayor cueva, en el valle más excelso, en capilla sixtina del arte precolombino, en tres congresos espeleológicos, en el cueverio de Caguanes, en la ciudad primada y el río más caudaloso, en el cucarachero de La Chucha, en el fuego cerrado de las parrandas remedianas y muchos lugares más.
Ojalá viva muchos años y la diabetes no se lleve precoz a mi mejor amigo.